Se cumplen dos meses apartados del mundo conocido. Confinados al calor de los nuestros. Obligados a reinventar las jornadas, las prioridades, los sueños, los miedos y los afectos.
Hemos llorado, reído, aplaudido, emocionado, enfadado… cerrado bien los ojos y apretado fuerte los dientes en cada curva de la montaña rusa.
Nos ha dolido el alma. Los abrazos ausentes. Las noticias terribles. La lejanía de toda esa gente buena que llena de luz nuestros días.
Y nos hemos detenido a observar la vida.
La naturaleza ha venido a nuestro encuentro: el canto de los pájaros en la ciudad, su vuelo enérgico sobre nuestros tejados, los océanos más azules y salvajes que nunca y el aire limpio.
Y la cotidianeidad doméstica, recuperando territorios perdidos: midiendo la longitud de cada mechón de pelo, abrazando con más fuerza a los pequeños de la casa, cocinando el recetario de todo un año…
Pero también okupamos nuestros rincones exquisitos y colapsamos los espacios [antes sagrados] de nuestro hogar. Perdimos el control sobre el tiempo trabajado, nos desesperamos ante conexiones fallidas y dijimos ¡bye bye autonomía!
Dos meses después solo podemos decir: hemos aprendido.